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El ángulo de la luz del Sol es un poco más inclinado en Barcelona que en Taipéi, ya que hay una diferencia de latitud de unos 16 grados entre las dos ciudades desde septiembre hasta octubre. Me he percatado de los cambios diarios de la luz solar; los rayos entran cada día un poco más en la habitación, recorren la pared por toda su extensión y la cubren casi por completo. Un gran ventanal ocupa la mayor parte de una de las paredes y, cada día, abro tanto las persianas de lanas de madera como los cristales de la ventana, que se abren hacia ambos lados. Esta acción se ha convertido en una especie de ritual, sea por la mañana cuando me levanto o en la noche cuando vuelvo a casa. El acto de abrir las ventanas da comienzo al resto de mis actividades diarias dentro de la habitación, mientras que manipularlas me permite ajustar la cantidad de luz que entra.
He observado cómo cambian las formas, cómo luz y sombra se mueven. Justo cuando creo que ya puedo controlar dichos movimientos, el Sol se mueve un poco más al día siguiente y amanece más tarde. Persigo la luz solar y las sombras como si pudiese crear formas con esta simple interacción. Esta escena tan preciosa permite que mis pensamientos fluyan libremente por los confines de la habitación y así puedo concentrarme en mis observaciones sobre los rayos del Sol. Es en este momento de concentración cuando puedo escapar momentáneamente del ruido y el polvo que provocan las obras de construcción de afuera.
A través de los recuerdos de lugares lejanos, me he percatado de los cambios en la luz solar que marcan la hora, el clima y el día a día.
Entre el parpadeo de la luz y la sombra, me sumerjo en la imaginación poética de la memoria.